Fuente: xatakaciencia.com (2 mayo 2012)
El problema de esta clase de empastes tan generalizados, sin embargo, no es su estética metalúrgica sino que constituyen una fuente de contaminación.
El mercurio contenido en esta amalgama es relativamente inofensivo. Pero sólo si hablamos de una boca individual. El problema llega cuando fallecemos y decidimos que nuestro cuerpo sea cremado, y cuando esa idea la tienen otras millones de personas del mundo. Entonces el mercurio de los empastes se libera y se suma a la nube de mercurio que surge de las chimeneas de las centrales térmicas alimentadas con carbón, tal como denuncia Tim Flannery en su libro Aquí en la Tierra.
Sube a lo más alto de la atmósfera y es probable que acabe cayendo en algún mar remoto. El mercurio permanece en su forma elemental mientras se encuentra en la superficie del océano iluminada por el sol. Pero, con la ayuda del mismo plancton y el mismo krill que absorben las partículas radiactivas, pronto llega a las profundidades abisales, y allí se transforma en una modalidad altamente tóxica denominada metilmercurio. Nadie sabe exactamente cómo se produce esa transformación, pero es probable que las bacterias desempeñen un papel significativo.
El principal problema del metilmercurio es que es absorbido con facilidad por los seres vivos, y en los peces y mariscos se bioacumula (penetra en los tejidos y permanece allí). Es decir, que si un pez se come cien krills, ingerirá una dosis multiplicada por cien.
Y así va subiendo por la cadena alimentaria marina, hasta que los depredadores más grandes, como los tiburones y los peces espada, acumulan niveles peligrosos de mercurio. ¿Y quién se come los tiburones y los peces espada?. El máximo depredador y el depositario último de cualquier cosa que se bioacumule: el ser humano.
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